Mi amiga Inés G. está escribiendo un libro y yo decidí, arbitrariamente, intervenir.
Este es el origen de estas páginas.
Hace días asistí a una conferencia en la Universidad de Alcalá de Henares y me enteré, de pasada, que la palabra mariquita provenía de María, el nombre de la madre de Jesús, de Dios (por ser parte de su divinidad) y por decreto eclesiástico, de todos. Esto para los arropados por la tradición católica, su cultura, o la fe.
Para los otros, los vecinos, los argumentos se hilaban a través del lenguaje,
ondeando paralelo a la transformación de símbolos: María había llegado hasta nosotros como esa figura representante de la fundamental diosa primigenia, la tierra o la luna, la que alumbra y protege, la que guía y cuida; la gran madre, la semilla que germina, y quizá lo más importante: la modelo y puente entre lo terrenal y ese mundo que suponemos que existe, que es mágico, que se nos oculta o es extraordinario, y al que se le puede acceder solo a través del desarrollo de la creatividad.
Ahí me acordé de Inés. Curiosamente ella, junto a su querida amiga Carmen Alicia, tuvo durante muchos años un campamento de verano llamado Los coquitos, palabra que en algunos países, como Venezuela, sustituye a las mariquitas. Hoy, casi treinta años después, quizá la palabra esté en desuso, pues no ha sido fácil seguirle la pista, o los animalitos se encuentren asequibles, o los niños ya son muy mayores, para reconocer que quedó en la mente o en el corazón de muchos una brisa leve, un recuerdo lejano parecido a una emoción, de algo relacionado con esas palabras.
Y es que todo calzaba: estos animales están bien formados, son atractivos a la vista, pequeños y redondos, como Inés. Cuando estudiábamos primaria, siempre la sentaban en la primera fila, frente al pizarrón, para que nadie interfiriera en su buena educación. Nunca supo cómo se veía el mundo desde atrás o desde arriba.
A los coquitos les van bien los colores muy vivos, rojos o naranjas, como a Inés, que tenía un par de camisas que, según algunos, le iluminaban el rostro.
Decían que estos animalitos son muy colaboradores, pues puedo dar fe que al menos para mi familia y para mi, -y se que para muchísimas amigas- Inés siempre estaba allí cuando se le necesitaba, con su silencio protector o su simpático mi niña te quiero mucho con el que cerraba sus despedidas.
También oí decir que tienen fama de inteligentes, que se mueven rápido, saben sortear a sus enemigos y acaban con la plaga. Inés ha sido una luchadora, y los que la conocemos sabemos que la vida no se lo puso fácil y que ha habido días en los que se ha enfrentado con truenos y vientos huracanados, pero tenía internalizado en su ser lo que decía Espronceda:
Navega velero mío,
sin temor,
que ni enemigo bravío,
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Se decía también que las mariquitas pertenecían a familias muy numerosas regadas por todo el mundo. Por ambas líneas, paterna y materna, sendos árboles frondosos con largas y gruesas raíces, alimentan y cubren a Inés, sus cuatro hermanos y los muchos primos que han conjugado los apellidos vascos con tantos otros, provocando el tropiezo con cualquier familiar en los más insólitos paisajes.
Caracas era una ciudad amable y no tan grande como pensábamos. Muchos
niños, incluyendo los míos, asistieron durante abundantes y calurosos días de los años noventa, a esas instalaciones colegiales que en verano se convertían en un centro de alegría y creatividad. Yo solo llevaba y traía niños y agradecía que su energía la gastaran en otro lado que no conmigo, pero cuando regresaban, mi espacio se llenaba de hojas con dibujos, cuentos de magos, títeres de reyes y princesas, burros que paseaban por el patio y hasta de payasos que nunca se lavaron la cara.
Los cartones de huevos eran un elemento alquímico en las manos de los niños, al igual que las papas que servirían tanto de lacre como de gran sello real. Los tubos del papel toilet podían ser floreros, portalápices o refugio de botones perdidos. El fieltro, la goma, los colores, las piedras, los palitos de helados, las telas, cualquier cosa servía para darle forma a una idea. Eso, cuando no era el día del agua y las piscinas y sus mangueras llenaban el patio permitiendo el ensopado descontrol; o cuando no era el día de aprender a cocinar y la leche condensada con chocolate se convertía en unas galletas por las cuales mis hijas todavía suspiran. O el día del teatro, cuando los personajes emergían de las ropas de los baúles, o el de los cuentacuentos cuando se enteraban que en el mundo podían vivir seres buenos y malísimos o animales que hablaban con buena dicción.
Los niños descubrían que un coquito también era un rico dulce de coco, y mi hija por años estuvo confundida: no sabia si su corazón tenia patitas o azúcar.
En el crepúsculo de cada período vacacional, un diploma blanco con unos
coquitos rojos, igual los que aparecían en la franela que habían usado por
semanas, con un gran nombre escrito en gruesas letras negras obra de Inés, era un tesoro que había que enmarcar, para no olvidar que el año siguiente obligatoriamente teníamos que inscribirlos porque se habían quedado cortos.
Un día el campamento cerró y los niños crecieron, pero cantidad de adultos no olvidan haber disfrutado ser coquitos. Quizá algunos hasta descubrieron su verdadera vocación mientras olían, caminaban, escuchaban o trataban de volar.
Inés me dijo una vez que ese nombre había llegado por azar, pero su vida ha demostrado que sus movimientos y sus acciones han estado impregnadas de ese hacer de mariquita, en cierta manera, madre.
Luisa Valeriano
Madrid, abril de 2020
Me encanto, que bello y tierno homenaje.