Los que cada mañana suspiran frente a su espejo para que este les insufle esperanza, los que dicen “No lo digas, que se cumple” o los que confían que el milagro ocurrirá, por favor no sigan leyendo. Se lo voy a agradecer, porque no quiero contribuir con su desaliento. Pero los que aún creemos en la libertad y en el derecho a sonreir, y llevamos dentro el corazón prendido con alfileres, tenemos que hablar.
Estamos cansados de oir por años rumores de pasillos que terminan siendo ciertos, que no nos atrevemos a corporizar porque es de humanos respirar el “autismo emocional” al ver cómo otros han dejado su vida a un lado del camino sin que eso signifique mayor cosa. Estrategias, escaramuzas, intrigas, y mentiras han llenado el espacio aéreo de lo que fue una nacionalidad digna.
Venezuela como país ya no existe. Hace rato dejó de cuadrar con la definición de “Territorio con características geográficas y culturales propias que puede constituir una entidad política o un conjunto de habitantes” (RAE). La geografía ha sido violada. Ya no hay conjunto de habitantes ni apoyo a las manifestaciones culturales.
La Venezuela que los que nacimos a mitad del siglo pasado conocimos, creímos y levantamos, no existe. Y no tiene nada que ver con el juego político porque eso implicaría precisamente velar por el bien común, organizar una sociedad y de eso estamos divorciados. No es un problema de derechas ni de izquierdas, es tan solo cuestión que un grupo minoritario (que creo se llama oligarquía desde Grecia), al llegar al poder se da cuenta que tiene en sus manos un país muy próspero, y se lo queda inyectando fuerza a la corrupción.
No tiene explicación que un gobierno –que en algunos países latinoamericanos ha estado unido al estado- no quiera ocuparse de su pueblo y luche por su exterminio. Eso no se había visto nunca: uno manda cuando tiene vasallos, y en la modernidad, cuando lo votan, no cuando hay que hacer trampas para permanecer en el puesto desde donde se puede sacar más provecho personal y todo, absolutamente todo, lo que ha prometido, ficción.
Regalar comida de mala calidad, gasolina, o dinero, nos remite a una forma feudal medieval, cuando era importante crear obligaciones. Pero la historia no se devuelve. En este siglo, se trata de una forma de gobierno distinta: hay fuerzas ocultas detrás de las cortinas que dirigen los vientos hacia sus propios intereses, fuerzas de otros países y organizaciones. Se sigue hablando en voz baja pero no tenemos o no nos conviene mostrar pruebas.
Venezuela está en el exilio obligado, en la desnutrición, los muertos absurdos, por falta de medicinas o incluso en depresiones y suicidios; en la delincuencia justificada, en la falta de luz y agua. La democracia que había nacido en 1958, no fue perfecta, tenia muchos problemas incluyendo la corrupción, pero todos remábamos en la misma dirección confiábamos que cada día seríamos mejores y más inclusivos. Era un orgullo “progresar” y trabajar en empresas que estaban calificadas entre las primeras del mundo. Pero el resentimiento también viene incluido.
Hoy en dia el gobierno solo está interesado en el terreno, en ese espacio geográfico privilegiado que nos enseñaban en primaria, esos novecientos dieciséis mil cuatrocientos cuarenta y cinco kilómetros cuadrados ubicados al norte de América del Sur y que miran al mundo. Es la tierra y el mar lo que les interesa, quizá para ocultar y distribuir, porque no tiene explicación querer privar a la gente de educación, salud, comida, derechos fundamentales para sobrevivir, desarrollo de talentos, capacidad de elegir, y un largo etcétera.
Venezuela se ha convertido en un sitio sucio y oscuro, en el que falta lo esencial. A muchos el sufrimiento les parece normal, quizá porque no pueden o no quieren cruzar fronteras, o no conocen otra cosa por haber nacido bajo el signo de la destrucción. Mientras, los que los convencen que así es la vida, fiestean como emperadores, porque tienen sus propias plantas eléctricas, su agua corriente, sus carros blindados, y el mercado completo que les llega de Miami sin pasar aduanas.
El chavismo, sus anexos y secuelas han resultado un fraude, una gran mentira, una trampa, un engaño, un maltrato y una expoliación. Nadie puede convencer a alguien que esto es lo mejor que le puede pasar a un país, cuando la gente muere sin necesidad tanto en las calles como en las carreteras, el campo, las fronteras, las minas, y el exilio. Los hospitales de niños no existen, ni las pensiones dignas para los ancianos. Ya nadie tiene nombre, ni rostro, ni derecho a exequias. Morimos todos.
El chavismo logró dividirnos, logró separar escuálidos y revolucionarios, que nos peleáramos y nos odiáramos entre hermanos (divide et impera, dicen que decía Julio César), pero no han podido con la solidaridad callada, anónima y sacrificada de los que salen para ayudar a los que quedan. Para nadie es un secreto que todos ayudan como pueden, saltándose a veces los prejuicios.
Yo no soy historiadora ni ejerzo la política; soy una lectora también en el exilio porque me forzaron a dejar mi trabajo y mi casa, a riesgo de mi propia vida. Soy otra más del montón.
Lo que nos queda de Venezuela es un paisaje, pero no en el sentido romántico de sus bellezas naturales, sino en el de su etimología: un campo, un entorno rural, un lugar donde podría crearse un espacio, como la tierra prometida a la que Moisés dirigió a su pueblo. Lo único malo es que él murió sin habitarla.
Luisa Valeriano
Madrid, abril 2020
Muy bueno y emotivo e impactante el articulo Nos quedamos sin pais