Siempre he sentido que mi cuerpo es pequeño para todo lo que contiene, que no es otra cosa que una gran sed de aventuras, miles de personalidades, amores in extremis y teorías que salvarían al planeta si alguien me hiciera caso. Nunca me ha bastado con lo que puedo percibir por los sentidos ni con lo que he vivido; jamás fui tranquila ni conforme.
Uno de mis primeros recuerdos infantiles es verme frente a “El jardín de las delicias” de El Bosco, impreso en un libro de arte que mi papá me compró, y tratar de explicárselo a una pobre amiga en shock. Otro, leer novelas a escondidas, primero porque no eran para mi edad, y luego porque tenía que dormir para poder levantarme e ir a la escuela al día siguiente. Otro, -otro regaño más, obviamente- suscribirme al Círculo de Lectores con el carnet de identidad de mi madre para poder leer un libro a la semana y competir con mi amiga Carmen Helena que pretendía poder leer más rápido que yo. Muchas veces iba a los cumpleaños de mis amiguitos y me convertía espontáneamente en cuentacuentos (cuando no se sabía lo que era eso). Muchas otras veces no iba a ninguna parte porque el libro estaba en su mejor momento, desatando la ira de mi madre que en un futuro no muy lejano me veía vieja, gorda, antiojuda y solterona, escondida detrás de una pila de polillas.
He sentido el miedo de uno de los tres cerditos frente a los soplidos del lobo; he navegado de la mano del Temido, “con diez cañones por banda, en un velero bergantín”. A los quince años era Scarlett O’Hara y me liaba con todos los Rhett Butler que encontraba en el camino (los Ashley nunca me gustaron). Fui tanto la golondrina de Becquer como la Julieta en todas sus versiones cinematográficas. Me enamoraron con versos que después descubrí, tenían siglos de existencia. Me robaron besos tratando de entender El Capital y a Sartre. Conocí Europa antes de aprender a conducir. A mi hija la dormía con La Sonatina de Rubén Darío y la asustaba con los cuentos de Cortázar, esos donde la gente invade las casas o se quedan varados en la autopista para siempre. Y ahora estoy soltera porque Robert James Waller me convenció, con sus puentes de Madison, que el gran amor de la vida de uno no es precisamente el marido.
Creo que más que un ser humano, soy lectora.
Tengo la mala costumbre de escribir un diario para que nada se me olvide, para pedir perdón, para aclararme, definirme, pelear con mi madre, ahorrarme el dinero del psiquiatra y convencerme de que lo que hago está bien hecho y el mundo no me entiende.
Me gusta escribir pero me duele.
Alguna vez oí por ahí de un profesor, que si no creabas tu propio cielo, tendrías que cargar con el infierno de los demás.
Como dice el tango:
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias.
Sabe que la lucha es cruel y es mucha,
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina…
¿Por qué esta página?
Porque como otros miembros de mi familia, no pienso morir.
Me encantó el blog. Luisa estoy fascinada con tu letra. Huelo el mar, siento el aire de tu torbellino. Eres una mujer de resultados. Felicidades. Olga Rosa
Gracias amiga querida…juntas somos !!la voz!!
Infinitas gracias siempre