You are de sunshine of my live
That’s why I’ll always be around…
Ella era así: toda luz, toda color, toda sonrisas. Además, cantaba en inglés y bailaba en español.
Caracas, 1995: Ciudad próspera, familia próspera. La tía Sunshine era la hija mayor de un matrimonio elegante: padre respetable médico y madre dedicada a presumir de sus cuatro chicas. Se casó con su primo y su tía pasó a ser su suegra; todo se le daba fácil.
Su marido consiguió un buen empleo, así que compraron un conveniente terreno en un barrio que se anunciaba como “el lugar ideal, el hogar especial”; gente bonita como ellos. Llamaron al arquitecto de moda y construyeron una casa muy acogedora. La parte íntima era pequeña y oscura (porque no querían ni hijos ni perros), pero la parte social era amplia, colorida y daba a un espacio verde infinito. La tía Sunshine, que nadie sabía con certeza su verdadero nombre ni su fecha de cumpleaños (había cosas que no se decían en la familia, por ejemplo la edad de los parientes, ¿para qué?), pensó en todos: Mandó a construir un corredor de paredes malva, y allí tenia distracción para los grandes: un bar con múltiples botellas, mesas para el dominó, un minicomponente con micrófono y un tablao donde ella se lucía por sevillanas. Los niños tenían el césped con una cama saltarina y juguetes que iban dejando. A los adolescentes nos correspondía una esquina en la que había hecho con una piedras una especie de cueva, con salto de agua incluido, debajo del cual podíamos hablar de nuestras cosas sin ser interrumpidos o vigilados por los mayores.
Demás está decir que todos los domingos, después de misa, la tía Sunshine nos esperaba con granados mesones para comer, a nosotros y a los que quisieran incorporarse: misses, políticos, intelectuales, sinvergüenzas, amigos de amigos. La fama de buena anfitriona y el ambiente que había creado, se iba extendiendo por la ciudad. Las reuniones no tenían fin. Nunca fuimos menos de veinte personas, domingo a domingo, año tras año, hasta que…
Alguien dijo que algo se encontró ella misma en su seno izquierdo y ni caso le hizo (era guapa, era perfecta, nada podía pasar), pero comenzó a sentirse “rara”. Contaron que las pruebas y la aspiración por aguja fina le dolieron mucho y ese domingo se disculpó: es que había aparecido una mancha de humedad en el corredor y había que repararla; la casa estaba fea.
Para el domingo siguiente dijo que no daban con el problema, y cada domingo iba agregando algo: había que seguir picando la pared, levantar el piso, aplicar cemento hidráulico a la zona y esperar que se fijara, tapar las juntas de dilatación, lijar, pintar, dejar secar, y vuelta a comenzar. Debían remover el césped, el muro, la acera…
-Pero tía, nos podemos reunir en otro lado, ¡Qué mas da!
–No hija, si no es por no eso. Es que con este desbarajuste de casa no me apetece ni vestirme para salir.
Alguien dijo que semana a semana iba bajando de peso, de energía, de cabellera, de lozanía, pero no quería que nadie la viera. Sus hermanas insistían en ayudarla, pero se peleó con todas antes de dar su brazo a torcer. Se desvanecieron los domingos, las canciones, el sol.
Pasé por el frente de su casa un día antes de dejar el país, el 2 de abril de 1999. No me atreví a tocar el timbre.