Mercedes Lucía Ruiz del Viso tenía la más linda cabellera del salón y no perdía oportunidad de pasar al frente nuestro y batirnos la melena en la cara. Desde los rizos incontrolados de mi hermana y el síndrome de “no al peine” de los míos, encapsulado en nuestros doce años había un sentimiento que no sabíamos cómo describir pero se paseaba entre el odio, la antipatía, el rencor, la ojeriza, el resentimiento, el desprecio y otros adjetivos que aún no manejábamos. Estábamos hartas. Para colmo, se hacía la mejor estudiante del salón. ¡Qué se creía esa! Además, la mayoría de las tardes, cuando mi madre iba a buscarnos al cole, aparecía ella:
-Hola señora Julieta, mire el moño que me han puesto hoy.
-¡Pero qué belleza Mercedes Lucia! ¡Y que arregladita vas!
-Mi mami dice que soy tan linda que tengo que cuidarme. Yo no me ensucio ni me despeino.
-¿Vieron? Volteaba inmediatamente hacia nosotras mi enfadada madredragón, a quien había que esquivar a riesgo de quemaduras de tercer grado… –Ella siempre anda divina y ustedes como si fueran las hijas del jardinero. ¿Por qué me castiga Dios? ¡Tanto que trabajamos su padre y yo para que vengan bonitas y no se dónde se meten ni qué hacen para mostrarse siempre tan desarregladas y sucias!
Mi madre no tenía razón. Tan sucias no estábamos, y si algún día aparecía una mancha en el uniforme, había sido un accidente. Nuestras crines eran otra cosa: había que tirar duro de ellas para someterlas. Pero las palabras de mi madre eran siempre flechas envenenadas directas a nuestros corazones, y todo gracias a la melena de esa estúpida.
Era primer viernes del mes. Ese día Mercedes Lucía se mostraba mas bien puesta que nunca porque íbamos a misa; su cabellera dorada y un moño rojo flotaban en el aire y se apropiaban del espacio personal de mi hermana y mío, y a nuestro modo de ver, de todo el salón. Así que ideamos un plan y lo guardamos en secreto hasta que llegara el momento oportuno. Y llegó: En la misa, cuando ella se sentó en el banco delante de nosotras, mi hermana y yo nos arrodillamos en pose de acto de contrición, mientras sacábamos sendas tijeras y rápidamente comenzamos a cortarle mechones de la nuca. Le dejamos un bonito corte de pelo en forma de ondas marinas.
Para cuando se pasó la mano por la cabeza y comenzó a chillar, ya mi hermana y yo estábamos en el patio de recreo.
Por un tiempo en el cole nos miraban de reojo y cuchicheaban. A Mercedes Lucía la cambiaron de salón. Si no recuerdo mal, estuvimos todo el año castigadas, pero eso no era raro.