Era domingo por la mañana. Juan sentado sobre el muelle mientras sus pies hurgan en un mar que en esta época está mas frio que de costumbre, mira hacia el Atlántico mientras va recordando los cuentos de su madre, quien lo acaba de dejar para siempre en alas de esas gaviotas con las que le gustaba jugar de niño. La brisa lo estremece y lo hace abrazarse a si mismo mas fuerte, como buscando copiosa tela en su abrigo.
Muchos días en su infancia, veía a su madre alegrarse por una carta recibida, esa que atravesaba el mar. Con desesperación, se adueñaba de cada palabra para entenderla y disfrutarla. Muchas noches de su infancia, él le pedía que lo acompañara y le contara un cuento, y ella derramaba el texto de las cartas adornándolo con palmeras, piratas y sirenas. Y llegaba el sueño armonioso, y la casa era el centro del mundo, sin agujeros.
La madre tenía un hermano, Manuel, que se fue a hacer la América, prometiendo volver de tanto en tanto. Nunca lo hizo, pero gracias a eso todos los García Parodi sobrevivieron dignamente las guerras, las depresiones y las miradas indagadoras de los vecinos sobre un niño sin padre.
También en los cuentos había bichos deformes que asustaban, pero la madre, mientras lo acariciaba con sosegadas manos le decía que no temiera, que para eso ella estaba ahí; así tenían que permanecer, juntitos siempre.
En los relatos de la madre hubo caminos muy recorridos con paisajes luminosos, piedras que seguían piedras y opulentas olas. Lenguajes incomprensibles se mezclaron con canciones infantiles repetidas para no olvidar. El viaje se hacía largo…el agua cada vez más salada. El cielo insistía en mantenerse pegado a la montaña, ésa, contrafuerte de la vida, mientras el mar celoso, batía sus olas en duelo. Un libro manchado, Lettera di Amerigo Vespucci delle isole nuovamente ritrovate in quatro suoi viaggi rellenaba la imaginación de la madre cuando faltaban cartas. -Nunca te voy a olvidar- dijo el hermano al partir. En algún momento el horizonte se tragó la promesa. A la otra orilla no se llegaba nunca.
Juan mira a su alrededor: a lo lejos, a su derecha, un grupo de turistas que serpentea tras la voz de un sabio local, ríe y simulando lozanía. A su izquierda, cerca, una chica hace contorsiones aspirando con fuerza todo el aire marino que se produce en la zona.
– ¿Qué vas a hacer Juan? ¿Qué quieres? – Se pregunta a si mismo volviendo la vista franca. El sol, que mucho no calienta, lo encandila pidiéndole respuestas.
– Tendrás que irte, como el tío, ahora que no te queda nada aquí sino lápidas y recuerdos, y estos te los llevas puestos.
– No es tan fácil; no se nadar.
Luisa Valeriano
Escuela de Escritores
Febrero 2018
El mar es
el Lucifer del azul.
El cielo caído
por querer ser la luz.
Federico García Lorca, 1921